LA FAMILIA SOCIALISTA
Muchos de nuestros hijos
están allí
Josep Borrell
En
diciembre fuimos a votar los cuatro
—mis
abuelos traían los sobres preparados de casa—
y
el fuego se olía en la calle
Colos
comunistas
(dijo
mi abuela, otra vez, en la comida)
nun
voi ni a pañar perres,
es decir,
que
ella —socialista— no estaría entre los comunistas ni siquiera
para recoger
monedas
del suelo
(¿de
dónde le viene esa escena?
pienso
en un cacique
que
dejase un reguero de pesetas
al
pasar entre los jornaleros
o
en aquellos turistas holandeses
que
lanzaban euros a las mendigas de la Plaza Mayor).
En
el tren
asocié
a
nuestra familia con los terrenos que abrieron
tras las obras de soterramiento:
las
zonas
de
piedra menuda entre vallas y artos,
donde
empieza
la
periferia:
algo
incompleto que podía
ser
el principio
porque
no terminaba
de
romperse
o quizá un recelo
más
antiguo,
absorbido
por
un paisaje.
De crío me ofrendaron al PSOE.
Mítines
en Rodiezno y La Chalana,
collados
abiertos tras horas de mareo
o la orilla
donde
brillaban
concursos
de entibadores, tarteras de carne y la promesa
que no tomaba forma.
Mis
abuelos
llamaron
a su casa La Rosa;
no
el Llungueru
ni
Cholo y Luchi
sino
La Rosa,
una
Casa del Partido.
En el 88, primera huelga general,
mi abuela me llevó al colegio.
Por
la reja entrecerrada para no atraer a los piquetes
me acercó al portero
como
si entregase un fardo de contrabando.
Entre alumnos de doce cursos
fui
el único.
Pasé el día
coloreando
en el frente socialista.
Mi
abuelo lo explicó,
a
su modo,
veinte años
después;
—Si tuve algo parecido a un ídolo
fue
Felipe,
pero resultó que
era un hombre como los demás
y tenía una querida.
A
la entrada de Oviedo
dejé
de recordar.
Uno
de los setenta siete incendios
asomaba,
cercano.
Dicen que un pastor
quemó bosque para darlo
al ganado.
Pero el fuego en diciembre no
crece,
es el viento del sur,
extraño,
el que lo empuja.
Fruela
Fernández
La
familia socialista
La
Bella Varsovia
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