La
persistencia
(Maternidad
en Elne)
Como
si quedara adherido a los objetos
algo
del enigma del bien
bañando
con una luz antigua
este
lugar y los ojos que contemplan
la
serena belleza que aquí habita,
rescoldo
de gestos que aún viven.
Como
si lo aquí sucedido
(la
nobleza, las risas
el
solícito cuidado),
lo
aquí nacido, ocultado,
lo
salvado,
volviera
siempre en paredes,
en
rojo ladrillo, en tiempo
detenido
y fuera jardín, unos columpios,
una
verde, dilatada llanura
y
se hiciera escalera y ascendiera al alto torreón,
a
claridad de cristal y ropa tendida
y
viera un horizonte abierto a la esperanza,
una
sencilla e inabarcable belleza.
Como
si una mujer de nuevo cansada
escalara
sombras, desprecio,
negando
campos, persecuciones,
como
si este espacio ahuyentara
por
siempre el hedor del mal,
lo
sucedido y lo venidero.
En
esta pajarera de cristal,
jaula
de luz donde se contempla
el
Rosellón, el cercano pueblo, su catedral,
el
lejano Canigó, los montes de una patria
inalcanzable.
Aquí en lo alto de este torreón,
este
castillo encantado hecho de esfuerzo,
tenaz
resistencia, una obstinación de luz,
un
coraje día a día repetido, hecho blancura,
acogimiento,
donde una mujer mira el paisaje
y
libre vuela entre cristales, en lo más alto
de
la esperanza y anida sus sueños en el mañana.
Ahora
asciendo, llevo su ropa,
sus
risas, entro en los tibios cuartos,
oigo
los gritos, los llantos recién nacidos,
los
juegos, las canciones de nuevo cantadas
(qué
música de barrio o verbena o infancia)
acompaño
su torpe caligrafía, las postales
de
una Navidad de mujeres barbudas como reyes,
mínimos
juguetes y un baile improvisado
con
canciones que lo mismo dicen en muchas lenguas,
con
ellas entro en las salas, los limpios cuartos
que
son gotas de nostalgia bautizados con nombres
de
un regreso imposible: Madrid, Barcelona, ciudades,
pueblos
dejados atrás, las sílabas de lo vivido.
Cuartos
para lavar, para dormir, para coser,
para
parir, para cantar, para contar, cuartos nombrados
como
niños que corrieran libres por las calles de la infancia.
Salvada
de la arena del espanto,
de
las playas del viento y el frío, de las barracas,
Pepita
llamaron a la niña primera aquí nacida
y
luego tantos otros nombres
acunados
por una terca camaradería
de
madres trenzando el futuro.
Así
llegaron como a un mundo donde hubiera espacio,
a
un tiempo que pudiera pertenecerles.
Y
como si fuera hijo oculto de un exilio,
sin
raza, sin patria, como si volviera a la tierra
ingrata
que le expulsó, le llamaron Antonio,
y
dieron un nombre gentil como cristiano
o
sólo derrotado: tú, niño judío
que
cobijaron con el engaño de otra lengua
otros
niños o niñas confundidos con la luz.
Y
todo,
cada
gesto mínimo,
cada
niña recién nacida,
cada
juego, cada risa,
todo
permanece,
como
si este palacete de blanco y rojo ladrillo,
de
escalinatas que ascienden a una azotea
de
luz y cristal o bajan a un sótano con acuarelas,
como
si esta casa
nos
cobijara en el regreso del tiempo
y
fuera aún habitada y envolviera
un
temblor donde los justos permanecen.
Contemplas
verdad
y belleza,
vives
el misterio de la bondad:
mujeres
hilando, amamantando,
tejiendo
risas, acunando lo recién
nacido,
lo ahora y siempre salvado.
Este
hermoso palacio, esta inmensa llanura,
este
azul, este jardín de juegos,
esta
azotea donde el tiempo precipita
un
vértigo de suave descenso a lo cálido,
lo
húmedo, lo recién lavado, cortado,
lo
que fue nombrado en las sombras
y
permanece.
Para
que contemples
la
bondad y la belleza,
el
misterio de su persistencia.
Antonio
Crespo Massieu – Obstinada memoria
Amargord
Ediciones – Colección once
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