ALTAMIRANO, 34
Una casa en ele
como entonces mi vida,
una sola doblez,
la del cansancio de siglos cuando subíamos
de Rosales, adelantando
en las rodillas
todas las batallas —francas
heridas
de genealogía inmediata, francos
dolores—.
Por el pico y la desgana
nos lanzaban dos a dos,
al baño. El más turbio guerrero gritaba
la ignominia
con su último soprano
y dejábamos el agua hecha cieno
inofensivo. Ropa limpia, raya a un lado
y el pasillo violento en sus olores.
A las nueve la casa bullía
con timbres de mujeres
y la diáspora cesaba en torno
a la cena. Mis hermanos,
neptunos desbocados, emergían
de un patio remoto en su dureza
y hendiendo el aire de ritmos tridentinos
nos llenaban
los platos de gestas en colores,
relato de feroces recreos en los que se
elevaba, unánime,
la flor lacerante de las jerarquías.
Puro acontecer, tiempo sin cesura.
No era entonces necesario
tamizar la luz; un océano
apenas hubiera separado
el mundo de la boca.
Pero fue un instante
que estuvimos ilesos.
La inminencia de la noche daba
a todo gesto
un aire terminal.
Miedo de ir a tener miedo,
miedo a la tibia delación de unas sábanas
que confirmaran
la sospechada circularidad
de los días: la noche sucedería a la mañana
y el cuello de mi madre
quizá no estuviera
urgente,
como un desayuno.
Es terrible bucear por vez primera
sobre el filón convexo de la espalda.
Una cuenta, si se inicia,
pierde todo su sentido. Yo sé.
Iremos abundando
en la ciencia de las cuerdas;
el cabo de la infancia empieza a trazar
su arco imperceptible
—ira marina de las culebras—.
También se comban
lo años inmediatos
y no lo hacen
para vernos pasar.
Julieta Valero – Altar de los días
parados
Bartleby Editores.
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