EL SILO
Los visitantes, como si supieran, nunca se referían
al
viejo silo con sus paredes de tierra apisonada
y su
alto techo de paja, incongruentes
con
la maquinaria nueva y los arcones plateados.
Tampoco
los obreros que llegaban en tiempo de cosecha,
en
camiones que rodeaban sobre susurros fantasmales,
agudos
gruñidos y aullidos que cortaban los deflectores
del
silo grueso. Tampoco cuando una buena cosecha llenó
cada
arcón y el granjero estaba hambriento
de
espacio ―nunca nadie mencionó volver
a
usar los servicios del viejo silo. De esta manera
había
ocurrido siempre desde que se tenía
memoria.
Ramos finos de asperilla olorosa
crecían
alrededor de sus cimientos, mientras la milhojas
brotaba extrañamente de la estera de paja. El sol había desteñido
las
paredes
hasta
un color de hueso, mientras el camino hacia la puerta
con
cerrojo
era
de tierra rojiza, un derrame
largo
y débil de sangre insalubre. Antes de esas tempestades
que
se avecinaban gruesas en las tardes de verano
las
cacatúas negras de cola roja se posaron en oleadas,
y
fueron las chispas que incendiaron la paja como un volcán,
un
fuego
oscuro
que explotó del mismo corazón del silo
blanco,
temblando con una energía profunda
que
ninguna caída en tierra pudiera ofrecer.
Y los
relámpagos arrastraron el halo desapacible de una luna.
humedecieron
la erupción, con truenos
que
resonaban sobre los potreros romos
hacia
la alquería donde un viejo granjero
consolaba
a su mujer amargada en el portal
a
prueba de moscas, maldiciendo las cacatúas, mientras las manos
describían
una prisión de donde ninguno de ellos
podría
esperar libertad condicional, apelación ni salida.
John
Kinsella
El
silo
Una
sinfonía pastoral
Traducción
Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez
La
Garúa poesía
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