Gran Via-Comte Borrell
Ahora,
aquí, escribo. Como si escribir fuera escarbar y abrir longitudes. Como si
fuera recortar un cuerpo sobre el propio cuerpo, «imponerlo» como se dice de
los que curan a otros «imponiendo» las manos.
Yo
no he querido Letra, no he querido Nombre. He querido rozar con el nombre la
materia que creí confiada a mi como un estigma. Materia que es materia y no
estigma. Materia que no es nombre. ¿Y cómo librarla dell’urlo della lingua? Imposible decirlo de otro modo, ahora.
Escribir
me sigue produciendo temor. Me acerco demasiado o demasiado poco aún,
permanezco en esa ignorancia del control a través de una música que se abre en
mis palabras. A veces me molesta esa música. A veces simplemente la detesto. No
quisiera escribir ni pensar nada en absoluto, quisiera discurrir o insertarme
en mi cuerpo sin los brazos, sin el movimiento. Arrastrar mi materia como un
pescador un sedazo, una red. Ser una red y ese brillo ínfimo de los peces de
respiración interrumpida. No a causa de la muerte, sino a causa de otra clase
de parada. He pensado demasiado en la muerte como para que deje de ser una
fantasía, pero no me refiero a arrastrar mi materia como quien arrastra la materia
muerta.
Lo
que quiero es no sentir la obligación de vivir bajo una forma humana. Entrar en
una dimensión opaca, en otro tipo de cuerpo. Por ejemplo, en el cuerpo de una
mancha. Ser mancha extendida: demora, tardanza. Un cuerpo no amaestrado por la
socialización. Un cuerpo sin expectativa. Pura atención latente.
(En aquella clase, hace ya bastantes años, la
profesora confesó su miedo. Cada vez que empiezo a ver una película, dijo,
siento que no seré capaz de entenderla, de seguir el hilo de su discurso.
Recuerda haberse sentido súbitamente interpelada por esa confesión. Ella misma
había experimentado ese miedo muchas veces respecto a las imágenes, de los
libros. La irrupción primera, rumiante, de las palabras mascadas por otros, y
sentir de pronto la necesidad de orientarse a tientas, como la analfabeta a la
que entrevistó Marguerite Duras, que medía las dimensiones de las palabras en
los carteles del metro de París para poder reconocerlas: «la palabra Lilas casi
tan alta como ancha…». El alivio de la comprensión como un bautismo inesperado.
Y después, incontenible, la otra sed.
Se pregunta cómo lee ella los libros y responde
entonces: primero con miedo, después con prisa, y hay un tercer paso. El tercer
paso es volver sobre el miedo y la prisa para descomponerlos. El tercer paso es
siempre volverlos a leer muy lentamente, tratando de ver a través de sus
agujeros, sus trampillas. Ahí me puedo esconder, piensa. Y desde allí, desde
ese otro lado, armar un discurso. Aunque desde luego no necesita armar un
discurso acerca de cada libro que lee. A menudo deja que los libros,
simplemente, sucedan en ella, a través de ella. Ahora se da cuenta de que esa
ha sido una manera, tal vez la única, de aprender.)
Laia
López Manrique
la
mujer cíclica seguido de speculum
Epílogo
de Mercedes Roffé
La
Garúa
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