EL ENIGMA DE EDIPO
Alguna
vez (era seguro) íbamos a encontrarnos
frente
a frente. Porque en aquella noche solitaria
yo
lloraba al recordar tu imagen. Porque en ti
me
aparece la vida sin peligro, y el amor
que te
tengo —como el más verdadero— nunca puede
nombrarse.
Es muy
cierto también que otras veces quisiera
haberte
perdido por completo, o sentirte, al menos,
bondadosa
y lejana. Pero tú sabes cuánto te necesito
y que
nos sueño juntos, cual aves extravagantes
en
salones de lujo. Eran (me acuerdo) los viajes
compartidos,
frustrados
y dulces nuevamente, como un antiguo amor.
No sé
cómo nombrarte. Y si amo las formas, la belleza,
tal vez
sea porque tú me obstruyes cualquier otra
pasión.
Eres el
fondo, el humus de la tierra, la
patria
original
que supera tus manos, un légamo caliente,
sima de
la materia sensitiva. Y sin embargo
yo
quisiera, con ello, tus ojos para siempre, el sonar de
tu voz
tan
definido, los nombres que me dices cuanto tu sed
delira,
y tu inmensa ternura, tu cariño profundo como
el
fuego, mientras tiento tus uñas y tu pelo, y te sé tú:
Maravillo
ser, exactamente, cuyos brazos me abrazan
y me
cuidan.
UN CUENTO EN AZUL
Seguramente
estaba sola.
Llevaba
los ojos muy cercados de negro.
Era
mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la
noche —más aún en invierno—
se
acercaba a los jardines del convento o del parque
con su
bolsa de plástico
llena
de despojos para gatos.
Junto a
las verjas, entre las plantas, por las aceras nocturnas,
la
vieja dama de los ojos negros,
más
sola que el más solo de la tierra,
buscaba
a los gatos.
Bonito
ve. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma,
linda. Ay, qué bueno, tesoro…
y los
gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban
rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando
una Piedad extraña
de una
madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a
la gatera (oí decir otra noche
a unos
que pasaban) vaya vieja loca…
Pero la
vieja dama de los ojos negros,
con su
bolsita de plástico y despojos,
ya no
oía. Nunca oía. Porque el mundo
—desde
hacía mucho tiempo—
no era
afortunadamente real para ella.
Por
ello no nos sorprendió saber
que una
noche de aquellas,
un
hermoso muchacho con uniforme azul
se
acercase a la dama y le dijese:
Soy el
Rey de los Gatos, madame.
Y se
cruzaron sus miradas.
Y el
muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los
gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó
de la mano a la dama.
Y se
fueron hacia un mundo perfecto,
un
maravilloso mundo de luz
que un
benévolo dios creó para las viejas locas,
donde
los gatos son chicos
y los
chicos son gatos
que
tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como
quiso aquel Rey
del Día
Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.
Luis
Antonio de Villena
Honor
de los vencidos
Antología
(1972-2006)
Selección
y prólogo de Martín Rodríguez Gaona
Fondo
de Cultura Económica
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