SOUVENIR
DE PIRIÁPOLIS
En un
móvil usado,
con el
cristal partido y la memoria agotada,
allí
donde persisten nuestras fotos
de
aquel invierno juntos,
en un
ataúd de plástico, como un tesoro hundido,
con la
única copia del recuerdo,
aún
descansan las voces que me enviaste,
las
palabras felices
de
quien dice «presente» a la distancia,
tan
lejos de lo efímero y tan cerca,
todavía,
de la piel.
En un
aparato descartable
que no
fue arrojado a la basura
por
instinto ecológico,
que
espera encontrar su vertedero
allí
donde un empleado público dispuso
el
tanatorio de los trastos sin alma,
en un
cofre de agenda inaccesible,
aún
reposa el perfume de la luz,
los
camalotes de un cuadro
que
parecen pintados por un artista ciego
para
que ese lienzo ocupe un trazo del amor
y un
detalle de todo su milagro
se me
pueda olvidar.
Yo
recuerdo ese puerto en que te quise.
Agitaba
sus brazos de madera con siluetas de barcos,
atento,
desde el vidrio,
mecido
por la brisa como un aplauso azul.
Pero el
azar es súbdito del tiempo.
Sus
avisos nunca son abstractos.
En la
esquina del bar donde me viste
apareció
el cartel de una serpiente
y me
contaste de aquel gato agonizante
el día
en que cambiamos, los dos, de celular.
Quisieron
irse juntos.
Se
pusieron de acuerdo, también, para romperse.
Y no
pudimos hurgar en sus desechos,
volver
a las imágenes de espuma,
a su
breve simulacro del amor.
Ahora,
que no
quedan registros del pasado,
que
perdimos el paraíso virtual de los mensajes,
ojalá
resucite, un día, en tu memoria
cuando
escuches el mar.
Marisa
Martínez Pérsico
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