VI
Señor,
¿morir es derramarse?
¿Diluirse
en las aguas
tranquilas,
inocentes
y subir
por los tallos
de la
vid o del brezo?
¿Morir
es esparcirse, ser en todo?
¿En la
lluvia, en la luz, en la mañana…?
¿Cuajarse
en el rocío?
¿Afluir
en los celajes?
¿En los
amaneceres?
Señor,
los que mueren aquí,
en este
espacio donde estableciste
tu mano
enfurecida;
los que
caen rotos
por la
metralla,
en el
horror deshechos;
los que
se abren en un múltiple
florecer
de amapolas;
los que
dejan el último gemido,
la
última voz, el último silencio
colgando
de la tarde;
los que
mueren de pronto,
casi
sin darse cuenta,
sin
sentirse caer hacia la sima
donde
espera una noche
sin
posible regreso;
los que
quedan aquí tendidos en la tierra,
boca
abajo en la tierra,
con el
pecho en la tierra,
los que
quedan aquí, acabados,
esos
hombres
silenciados
de súbito,
helado
el beso entre los labios,
interrumpido
el curso de la sangre
que
nunca extenderá sus ramas
frutales
por el viento…;
dime,
¿acaso
hallarán
el sosiego
como
aquellos que mueren
colmados
y cumplidos,
los que
agotaron horas y más horas
celebrando
la vida que les diste?
¿O
serán los que, insomnes,
alzarán
su sonido,
la
enloquecida música
de su ira
y
golpearán tu nombre
y los
nombres de todos
los que
sobrevivieron
a la
nada ordenada, por quién,
en qué
momento?
Angelina
Gatell
Poema del
soldado
Lectura de Sandra Santana
Bartleby
Editores
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