I
AQUÍ
estoy, aguardando el silencio.
Ante el
astillero podrido
vislumbro
apelas la astilla
que
sobrevivió a las iluminaciones.
Como
todas las sobras, trae la marca
de las
cosas escondidas para siempre
o de los
seres sepultados en lo alto de las dunas;
como las
letras grabadas a fuego
en el
anca de un caballo robado por un gitano, o una marca de nacimiento
en la
cadera bien amada.
Ahora la
noche desciende para siempre.
Mi
mirada fatigada sigue la canoa
que se
aleja por los manglares.
Una luz
en la restinga. Un cangrejo en el lodo.
Y la
vida se evapora como las almas
en el
cielo que ningún dios ampara.
Todos
los paisajes que vi se volvieron polvo
en
postales descoloridas. Y la uña sucia, orlada de negro,
ocupa el
espacio de la mano antigua. Las puertas sucesivas
de las
dársenas que almacenaban ristras de cebollas y sacos de azúcar
se
encogen en la oscuridad, reducidas a una única puerta
refractaria
al fogonazo de la aurora.
En la
Barra de São Miguel, ante el
mar,
sólo
ahora aprendo
que el
día más largo del hombre
dura
menos que un relámpago.
El
tiempo no volverá a ser celebrado
entre
las constelaciones.
El cielo
y la tierra desaparecerán
en la
ceniza desengañada
de las
mañanas robadas por la muerte.
Todo
cuanto amé ya se disuelve
La nube
escarlata se posa suavemente
entre
las casas de tapial y el mar rasgado por las olas.
Llegó
la hora de decir adiós al agua negra
que se
eriza en la tiniebla de la laguna
y al
viento planetario que seca el pescado
colgado
en los maderos de las chozas
y el mar
caeté que se abrió
ante los
acantilados de mi patria perdida.
La
eternidad pasa como el viento.
Solo el
tiempo es eterno. Siempre estuve aquí
en medio
de mi pueblo diezmado,
y mis
manos prepararon más allá de las dunas
la
dorada hoguera antropofágica
del
asombroso festín. Una noche de cenizas
sucede
ahora al clamor y a la alegría.
El mar
borra todos los naufragios
y todo
fuego se extingue todo fuego dorado
se
alarga y se apaga en el silencio del mundo.
Aquí,
en el lugar del agua y tierra de mis nacimientos sucesivos,
mi
sombra vaga entre los escombros
de los
navíos perdidos o soñados.
Y busco
en vano, en las aguas ofendidas,
la
castidad del agua intacta y clara
que
aflora en el mar cuando la aurora estalla
en el
corazón de la noche enmudecida.
!Oh
puerta prometida al consuelo de la vida.
Después
de tanta inmundicia y de tanto esplendor!
En esta
noche final, las hogueras celestes
calcinan
toda esperanza y sepultan en la ceniza
los
sueños insensatos de las almas terrestres
y el
estertor que suprime cualquier paraíso.
En la
noche crematoria, la muerte es una hoguera.
Lêdo
Ivo – Requiem
Traducción
de Martín López-Vega
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