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sábado, 15 de octubre de 2016

LOS GATOS DE FRANCISCO (PACO) URONDO


Obra poética de Paco Urondo, por Pablo Müller, octubre de 2016



 

Los gatos

 

a Francisco Pérez Morales

 

 Paso mi vida en esta parte de la ciudad; aquí no trabajo

      demasiado

 y me quedo y me dejo estar

 y me voy y vuelvo a esperar el alba. Por la tarde temprano,

      antes de ir al trabajo, uno se complica con algunos

      amigos. Hablo

 con la librera que no vende mucho, pero conversa como

      nunca;

 es francesa y adolescente. Alta y peligrosa,

 muy diferente a la otra que con ella atiende el negocio.

      Esta es porteña,

 morocha; vibrante y suave. Me miran entre los libros y los

      clientes;

 se sonríen a la europea y a la criolla y me voy contento a

      revolver papeles, a aferrarme al teléfono:

 desde el mar se divisa la costa

 y mi teléfono, tabla de un naufragio, me acercará a la orilla;

 el mundo existe y se mueve,

 y el viejo mundo insiste y los amigos responden a mi llamado.

 

 Cuando salgo nuevamente a la calle

 las sombras envuelven esta parte de la ciudad. Hay luces;

 conozco el neón de la noche;

 el sol de los gatos empecinados en su larga vagancia. ¿Quién

      sabe

 qué cosas pretenden estos bichos de la noche; estos animales

 ociosos y lamentables? van al teatro y prefieren los estrenos

 y el brillo de las pieles enemigas

 y el resplandor del foyer y los saludos. Recorren la escena

 sin emoción, con toda la frialdad que acumulan y logran

      dominar, con toda

 la mirada quieta y helada; sin piedad: y sin esperanzas;

 proponen, repiten alternativas y salen acelerados por la noche.

 

 Paso mi vida en esta parte del mundo y a veces me quejo de

      mi suerte;

 todos me reprochan esta debilidad, pero nadie puede curarla;

 entonces me dejo llevar, atrapar por las fieras

 que esconden y afilan sus uñas. Alguien toca la guitarra;

 un hechicero hace brincar las salamandras del siglo. Hay

      luz en la vida nocturna;

 Jim Hall destroza la noche pesimista de El Bajo,

 

 disimula la tristeza pesada de estar entre nativos; la ver-

      güenza de ser del sur

 los parientes pobres; la sorpresa imposible

 de reconocer al mundo en otros lugares, en otros sueños,

 en otro alcohol de la gente. Los nativos olvidan las injurias

 y admiran la ternura del jazz y perdonan y aman , todavía.

 

 Esta parte del mundo me rodea y siento

 que me han salvado mis errores; otros jugaron

 y perdieron, se arrancaron los ojos, se despedazaron como

      animales furiosos: “Quién

 de los míos, me pregunto,

 pudo salvarse de las trampas y del silencio”. Todos, mis

      hermanos,

 mi amigo, mi adolescencia, mis iguales, jugaron y perdieron;

 el cariño se fue plegando y retrocedió con el tiempo; venimos

      a ser

 los buenos perdedores: “Adiós lolitas, cositas de mamá”;

      putitas de la noche, gatitas perdidas, vientres inútiles

      y perfectos. Yo quiero acariciar

 un vientre marcado por la maternidad, un cuerpo en uso:

 somos los vencedores, los campeones de la noche;

 vemos en la oscuridad,

 tenemos un ojo de gato y otro de pereza y de miedo; tro-

      pezamos

 para encontrarnos, para pedir perdón, para tocar:

 nos repugna la soledad,

 queremos lugares donde dure el humo y el calor de la gente.

 

 Los gatos rodean al mundo con sus terciopelos, con sus

      caricias,

 con los recursos enguantados de la noche;

 la seda de su carne; el crujido que la disimula

 y la pone fuera de lugar. Y se lamen y gozan

 como nadie hasta ahora pudo suponer;

 gritos de la noche, orgasmos, testigos, manteles;

 mujeres del mundo derramadas sobre mi piel,

 insultadas por mi impaciencia, volteadas por el viento que

      sube de la noche,

 ya no hay historia, no tengo voluntad; bostezo como un

      quelonio

 y me tiro a dormir el cansancio de otros; es la siesta

 la zona erógena. Me abandono a las aguas

 y antes de nacer quiero sonreír por última vez. Los gatos

 por la noche aúllan como tambores,

 derrotados, viejos, fúnebres, inmensamente buenos:

 la muerte los asiste, la eternidad vela por ellos,

 la memoria nunca abandona; los errores me salvan.

 

 Estoy enamorado de la vida que encuentro en esta parte de

      la ciudad;

 oigo ruidos que podrían espantar a cualquiera,

 escucho los pasos de la custodia o de la traición; no imagino

 a qué sentimientos obedecen esos pasos, me siguen,

 se adelantan sin escuchar los síntomas de la tristeza. Voy

      abriendo las puertas,

 se detienen cuando me detengo, esperan

 y abro otra puerta, hasta que ya no haya más y quede solo

      frente al aire. A todos

 nos inquieta la pereza de la noche, sus manías,

 sus modales puros. Aurigas,

 plastrones, jefes: en los pechos de mis nodrizas

 he bebido la rabia y el calor del monte y de las aguas; soy

 un gaucho flotando en las orillas del famoso Jordán, salvado

 por las tetas rebeldes. He conocido el amor en las orillas

 donde quedan los huérfanos; me he alimentado, he crecido

 entre la carne; he chupado por hambre y por amor. Desde

 niño he buscado

 la alegría en esa leche libre y turbulenta,

 en esa carne fastidiada.

 

 El mundo se deforma y crece

 en esta parte de la ciudad. Conozco la ternura

 de los borrachos que andan de la mano, como escolares,

      para no perderse.

 Se orinan encima, embotados en su destino. Conozco esto

      y mucho más:

 conozco la ternura y la destrucción del alcohol; los ojos en

      la oscuridad;

 los pasos y los obstáculos;

 los ojos en la sombra; la dignidad perdida, el misterio que

      fue, la aventura disuelta,

 la sombra descubierta, ardiendo en el alcohol ganado para

      siempre.

 

 Los gatos se deslizan en esta parte de la noche;

 sin ruido caminan entre las porcelanas, injurian la felpa,

 el pasado, la fiebre gastada;

 los derrotados por la sed; el temblor que se cansa

 y se consume en el vientre harto de la noche. Ahogados,

 bostezos del crimen, sacrificios de la noche junto al amor.

      Hambre,

 dolor sumiso; dueña de la tibieza; señora del mal, cuerpo

      perdido

 en el lujo del silencio. Amiga extraviada

 en las manos del mundo: soy el culpable de tu perdición

      que me protege;

 dueña de los múltiples errores que han ronroneado a mi

      oído, y que ahora, justamente, vienen a salvarme. Digo

      adiós a tu cuerpo

 que reencuentro en cada color y en cada esperanza;

 en cada señal imprecisa de tu amor, en todo cansancio,

 en cada derrota de nuestra naturaleza victoriosa y corrom-

      pida. Olvido

 tu nombre, lo confundo. Mezclo la imagen que sonreía,

 con la imagen que llora sobre mi hombro. Estaba muy oscuro

 y ya no recuerdo. Era un lugar

 o algo parecido; hubo una mujer; distintos cuerpos de una

 misma mujer;

 muchos vientres, mucho rencor. Hermosos

 vientres inasibles, abandonados en el mundo,

 dispuestos a morir. Crispada y muda en mi vida, soberana

 de tus designios inútiles; puedo iluminar la vida y las sombras

 de tu cuerpo; puedo lanzarte a una nueva fatalidad; marcar

 tu carne secreta y muda que ha de morir deslumbrada por

      la luz de mis sueños.

 Se repiten las formas de este lugar de la noche. Rara vez se

      escucha

 el viento que al parecer hace canciones con las palmeras de

      Itapoan,

 ondula las aguas, marca saudades nunca vistas. Aquí pocas

      veces ese ruido

 revienta. Momentos especiales,

 elegidos en los límites del terror. La suerte

 no pudo ser destinada a los gatos perdidos en su miedo; se

      oyen sus voces,

 su canto de muerte, su brillo de olvido. Nadie quiere morir

 sin haber conocido el propio sabor de su cólera; sin ver caer

 sombra sobre sombra,

 rabia sobre rabia destruida en la impaciencia del tiempo.

      Qué otra salida les queda,

 pequeños baguales de la noche: caminar

 y mezclarse con los límites de sus fuerzas; andar

 sin saber exactamente dónde terminarán;

 sin sosiego; sin imaginarse siquiera donde empieza su camino;

 sin esperanzas o sabiendo demasiado. Caminan para siempre,

 para no tocar otros bordes que correspondan a otros límites,

 a otro miedo que no sea la propia incertidumbre. Vagos y

      rebeldes

 de la noche; caminarán asustados, pero nadie podrá salvarse

 o seguir más allá del derrumbe de otras noches, de otras

      sombras;

 de las sombras triviales del miedo.

 

 Tiemblan los gatos en esta parte de la ciudad;

 su miedo es más viejo que su sabiduría. Nada sirve, nada importa

 y todo pálpito, cualquier improvisación

 es una indecisa manera de no quedar satisfecho; esos gritos

      aparentes

 de amor; esa memoria quebrada,

 ese rencor para nada sirven. Se oye el golpe de un hombre

 que se ha tumbado sobre su imagen; su figura se ha deshecho;

 nadie, ni sus parientes, podían reconocerlo así, destruido

 sobre la tierra, cansado de su miedo: será otra cosa. Quién

 puede ayudarlo,

 quién podrá soportar esa caída que repugna, quién no irá

      cayendo a su lado.

 

 Los gatos dudan a esta altura de la ciudad

 y creen soñar, convencidos de su mentira: han evitado los

      errores y se sienten

 salvados. Pero han caído en el supremo error

 de no cometerlo. Mis errores me salvan;

 iluminan la noche despavorida, eléctrica, cargada de

      indecisiones absolutas y postergadas,

 de risas que disimulan, de lugares donde nadie se anima.

 

 Los gatos se equivocan en este mundo de la noche:

 los desencuentros que me sostienen. Enamorada de las citas

 a las que nadie concurrirá; mujer reducida

 como los ángeles que nunca existieron

 y en los que nunca creímos; como nunca apostamos

 a la sota de la incertidumbre; el naipe marcado

 por los hechos irreparables y otras mentiras, por la conjuración

 de la fatalidad.  Es fácil decir que esos errores

 bien pudieron ser evitados, o decir que eran inevitables;

 que no hubo errores: no hay sabidurías quietas, hombres

      detenidos en el mundo, temores

 imprecisos, maldiciones vagamente sueltas. Cualquiera es

      cómplice, los gatos se mueven

 y nada es más hermoso para ellos que equivocarse de movi-

     miento,

 que resbalar por la noche

 que no disimula su torpeza, su arrogante justificación;

 mancos de la cordura, los gatos no arrastran la cobardía,

 no son peores que la maldad que construyen y matan. Vie-

      nen para otra cosa,

 son los dueños de la suerte. El mundo se juega por su fracaso

 o por su ventura; de la noche sacan el naipe y la trampa

 puede pasar; “Delicias de esta vida”, dicen los vagabundos

      del juego

 y sacan las uñas y agregan: “Nada hay más hermoso que

      perder,

 nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo”.

      Tropezando,

 recuperando un grito que hunde la luz

 y raspa el sol de la madrugada. Vencidos por el sueño,

 no hay por qué seguir adelante o caer, sino iniciar

 la gruesa jugada del fracaso o de la alegría.

 Paso mi vida en esta parte de la ciudad; su cuerpo

 ha caído sobre la cama y escucha mi regreso. Han pasado

      las horas;

 hace tiempo que he salido. Vagaba por los techos de este lugar

 del mundo, pensando en el amor inútil, sin preocuparme

 por el olvido. En un disco una mujer llamada Elizete, canta

“otra vez sem vosé”, pero ella duerme y el sueño arrastra

 toda desgracia. Me atrae el sueño

 que respira y la envuelve, que evapora toda compasión; no

      puedo

 pensar en la tibieza de su cuello tendido

 en el horizonte del lecho, en este amor que crece

 contra toda sabiduría, que sólo le importa acariciar su pelo,

      admitir

 que ella ha sufrido, que tiene derecho a descansar.

 

 

 

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