![]()  | 
| Obra poética de Paco Urondo, por Pablo Müller, octubre de 2016 | 
Los gatos
a Francisco
Pérez Morales
 Paso mi vida
en esta parte de la ciudad; aquí no trabajo
     
demasiado
 y me quedo y
me dejo estar
 y me voy y
vuelvo a esperar el alba. Por la tarde temprano, 
      antes
de ir al trabajo, uno se complica con algunos
      amigos.
Hablo
 con la
librera que no vende mucho, pero conversa como
      nunca;
 es francesa
y adolescente. Alta y peligrosa,
 muy
diferente a la otra que con ella atiende el negocio.
      Esta es
porteña,
 morocha;
vibrante y suave. Me miran entre los libros y los
     
clientes;
 se sonríen a
la europea y a la criolla y me voy contento a
     
revolver papeles, a aferrarme al teléfono: 
 desde el mar
se divisa la costa
 y mi
teléfono, tabla de un naufragio, me acercará a la orilla;
 el mundo
existe y se mueve,
 y el viejo
mundo insiste y los amigos responden a mi llamado.
 Cuando salgo
nuevamente a la calle
 las sombras
envuelven esta parte de la ciudad. Hay luces;
 conozco el
neón de la noche; 
 el sol de
los gatos empecinados en su larga vagancia. ¿Quién
      sabe
 qué cosas
pretenden estos bichos de la noche; estos animales
 ociosos y
lamentables? van al teatro y prefieren los estrenos
 y el brillo
de las pieles enemigas
 y el
resplandor del foyer y los saludos. Recorren la escena 
 sin emoción,
con toda la frialdad que acumulan y logran
     
dominar, con toda
 la mirada
quieta y helada; sin piedad: y sin esperanzas;
 proponen,
repiten alternativas y salen acelerados por la noche.
 Paso mi vida
en esta parte del mundo y a veces me quejo de
      mi
suerte;
 todos me
reprochan esta debilidad, pero nadie puede curarla;
 entonces me
dejo llevar, atrapar por las fieras
 que esconden
y afilan sus uñas. Alguien toca la guitarra;
 un hechicero
hace brincar las salamandras del siglo. Hay
      luz en
la vida nocturna;
 Jim Hall
destroza la noche pesimista de El Bajo, 
 disimula la
tristeza pesada de estar entre nativos; la ver-
      güenza
de ser del sur
 los
parientes pobres; la sorpresa imposible
 de reconocer
al mundo en otros lugares, en otros sueños,
 en otro
alcohol de la gente. Los nativos olvidan las injurias
 y admiran la
ternura del jazz y perdonan y aman , todavía.
 Esta parte
del mundo me rodea y siento 
 que me han
salvado mis errores; otros jugaron 
 y perdieron,
se arrancaron los ojos, se despedazaron como
     
animales furiosos: “Quién
 de los míos,
me pregunto,
 pudo
salvarse de las trampas y del silencio”. Todos, mis
     
hermanos,
 mi amigo, mi
adolescencia, mis iguales, jugaron y perdieron;
 el cariño se
fue plegando y retrocedió con el tiempo; venimos
      a ser
 los buenos
perdedores: “Adiós lolitas, cositas de mamá”; 
      putitas
de la noche, gatitas perdidas, vientres inútiles
      y
perfectos. Yo quiero acariciar
 un vientre
marcado por la maternidad, un cuerpo en uso:
 somos los
vencedores, los campeones de la noche;
 vemos en la
oscuridad,
 tenemos un
ojo de gato y otro de pereza y de miedo; tro-
      pezamos
 para
encontrarnos, para pedir perdón, para tocar:
 nos repugna
la soledad, 
 queremos
lugares donde dure el humo y el calor de la gente.
 Los gatos
rodean al mundo con sus terciopelos, con sus
     
caricias,
 con los
recursos enguantados de la noche;
 la seda de
su carne; el crujido que la disimula 
 y la pone
fuera de lugar. Y se lamen y gozan 
 como nadie
hasta ahora pudo suponer;
 gritos de la
noche, orgasmos, testigos, manteles;
 mujeres del
mundo derramadas sobre mi piel,
 insultadas
por mi impaciencia, volteadas por el viento que
      sube de
la noche,
 ya no hay
historia, no tengo voluntad; bostezo como un
     
quelonio
 y me tiro a
dormir el cansancio de otros; es la siesta
 la zona
erógena. Me abandono a las aguas
 y antes de
nacer quiero sonreír por última vez. Los gatos
 por la noche
aúllan como tambores,
 derrotados,
viejos, fúnebres, inmensamente buenos:
 la muerte
los asiste, la eternidad vela por ellos,
 la memoria
nunca abandona; los errores me salvan.
 Estoy
enamorado de la vida que encuentro en esta parte de
      la
ciudad; 
 oigo ruidos
que podrían espantar a cualquiera,
 escucho los
pasos de la custodia o de la traición; no imagino
 a qué
sentimientos obedecen esos pasos, me siguen,
 se adelantan
sin escuchar los síntomas de la tristeza. Voy
     
abriendo las puertas, 
 se detienen
cuando me detengo, esperan
 y abro otra
puerta, hasta que ya no haya más y quede solo
      frente
al aire. A todos 
 nos inquieta
la pereza de la noche, sus manías, 
 sus modales
puros. Aurigas, 
 plastrones,
jefes: en los pechos de mis nodrizas
 he bebido la
rabia y el calor del monte y de las aguas; soy
 un gaucho
flotando en las orillas del famoso Jordán, salvado
 por las
tetas rebeldes. He conocido el amor en las orillas
 donde quedan
los huérfanos; me he alimentado, he crecido
 entre la
carne; he chupado por hambre y por amor. Desde
 niño he
buscado
 la alegría
en esa leche libre y turbulenta,
 en esa carne
fastidiada.
 El mundo se
deforma y crece
 en esta
parte de la ciudad. Conozco la ternura
 de los
borrachos que andan de la mano, como escolares, 
      para no
perderse.
 Se orinan
encima, embotados en su destino. Conozco esto
      y mucho
más: 
 conozco la
ternura y la destrucción del alcohol; los ojos en
      la
oscuridad; 
 los pasos y
los obstáculos;
 los ojos en
la sombra; la dignidad perdida, el misterio que
      fue, la
aventura disuelta, 
 la sombra
descubierta, ardiendo en el alcohol ganado para
     
siempre.
 Los gatos se
deslizan en esta parte de la noche;
 sin ruido
caminan entre las porcelanas, injurian la felpa,
 el pasado,
la fiebre gastada; 
 los
derrotados por la sed; el temblor que se cansa
 y se consume
en el vientre harto de la noche. Ahogados,
 bostezos del
crimen, sacrificios de la noche junto al amor.
      Hambre,
 dolor
sumiso; dueña de la tibieza; señora del mal, cuerpo
      perdido
 en el lujo
del silencio. Amiga extraviada
 en las manos
del mundo: soy el culpable de tu perdición
      que me
protege; 
 dueña de los
múltiples errores que han ronroneado a mi
      oído, y
que ahora, justamente, vienen a salvarme. Digo
      adiós a
tu cuerpo
 que
reencuentro en cada color y en cada esperanza;
 en cada
señal imprecisa de tu amor, en todo cansancio,
 en cada
derrota de nuestra naturaleza victoriosa y corrom-
      pida.
Olvido
 tu nombre,
lo confundo. Mezclo la imagen que sonreía,
 con la
imagen que llora sobre mi hombro. Estaba muy oscuro
 y ya no
recuerdo. Era un lugar
 o algo
parecido; hubo una mujer; distintos cuerpos de una
 misma mujer;
 muchos
vientres, mucho rencor. Hermosos
 vientres
inasibles, abandonados en el mundo,
 dispuestos a
morir. Crispada y muda en mi vida, soberana
 de tus
designios inútiles; puedo iluminar la vida y las sombras
 de tu
cuerpo; puedo lanzarte a una nueva fatalidad; marcar
 tu carne
secreta y muda que ha de morir deslumbrada por
      la luz
de mis sueños.
 Se repiten
las formas de este lugar de la noche. Rara vez se
      escucha
 el viento
que al parecer hace canciones con las palmeras de
     
Itapoan, 
 ondula las
aguas, marca saudades nunca vistas. Aquí pocas
      veces
ese ruido
 revienta.
Momentos especiales,
 elegidos en
los límites del terror. La suerte
 no pudo ser
destinada a los gatos perdidos en su miedo; se
      oyen
sus voces,
 su canto de
muerte, su brillo de olvido. Nadie quiere morir
 sin haber
conocido el propio sabor de su cólera; sin ver caer
 sombra sobre
sombra, 
 rabia sobre
rabia destruida en la impaciencia del tiempo.
      Qué
otra salida les queda, 
 pequeños
baguales de la noche: caminar
 y mezclarse
con los límites de sus fuerzas; andar
 sin saber
exactamente dónde terminarán; 
 sin sosiego;
sin imaginarse siquiera donde empieza su camino;
 sin
esperanzas o sabiendo demasiado. Caminan para siempre,
 para no
tocar otros bordes que correspondan a otros límites,
 a otro miedo
que no sea la propia incertidumbre. Vagos y 
     
rebeldes
 de la noche;
caminarán asustados, pero nadie podrá salvarse
 o seguir más
allá del derrumbe de otras noches, de otras
     
sombras;
 de las
sombras triviales del miedo.
 Tiemblan los
gatos en esta parte de la ciudad;
 su miedo es
más viejo que su sabiduría. Nada sirve, nada importa
 y todo
pálpito, cualquier improvisación
 es una
indecisa manera de no quedar satisfecho; esos gritos
     
aparentes
 de amor; esa
memoria quebrada,
 ese rencor
para nada sirven. Se oye el golpe de un hombre
 que se ha
tumbado sobre su imagen; su figura se ha deshecho;
 nadie, ni
sus parientes, podían reconocerlo así, destruido
 sobre la
tierra, cansado de su miedo: será otra cosa. Quién
 puede
ayudarlo, 
 quién podrá
soportar esa caída que repugna, quién no irá
      cayendo
a su lado.
 Los gatos
dudan a esta altura de la ciudad
 y creen
soñar, convencidos de su mentira: han evitado los
      errores
y se sienten
 salvados.
Pero han caído en el supremo error
 de no
cometerlo. Mis errores me salvan;
 iluminan la
noche despavorida, eléctrica, cargada de 
     
indecisiones absolutas y postergadas,
 de risas que
disimulan, de lugares donde nadie se anima.
 Los gatos se
equivocan en este mundo de la noche:
 los
desencuentros que me sostienen. Enamorada de las citas
 a las que
nadie concurrirá; mujer reducida
 como los
ángeles que nunca existieron
 y en los que
nunca creímos; como nunca apostamos
 a la sota de
la incertidumbre; el naipe marcado
 por los
hechos irreparables y otras mentiras, por la conjuración
 de la
fatalidad.  Es fácil decir que esos
errores
 bien
pudieron ser evitados, o decir que eran inevitables;
 que no hubo
errores: no hay sabidurías quietas, hombres
     
detenidos en el mundo, temores 
 imprecisos,
maldiciones vagamente sueltas. Cualquiera es
     
cómplice, los gatos se mueven
 y nada es más
hermoso para ellos que equivocarse de movi-
     miento,
 que resbalar
por la noche 
 que no
disimula su torpeza, su arrogante justificación;
 mancos de la
cordura, los gatos no arrastran la cobardía,
 no son
peores que la maldad que construyen y matan. Vie-
      nen
para otra cosa,
 son los
dueños de la suerte. El mundo se juega por su fracaso
 o por su
ventura; de la noche sacan el naipe y la trampa
 puede pasar;
“Delicias de esta vida”, dicen los vagabundos 
      del
juego
 y sacan las
uñas y agregan: “Nada hay más hermoso que
      perder,
 nada hay más
hermoso que vivir, aunque sea perdiendo”.
     
Tropezando,
 recuperando
un grito que hunde la luz
 y raspa el
sol de la madrugada. Vencidos por el sueño,
 no hay por
qué seguir adelante o caer, sino iniciar
 la gruesa
jugada del fracaso o de la alegría.
 Paso mi vida
en esta parte de la ciudad; su cuerpo
 ha caído
sobre la cama y escucha mi regreso. Han pasado
      las
horas; 
 hace tiempo
que he salido. Vagaba por los techos de este lugar
 del mundo,
pensando en el amor inútil, sin preocuparme
 por el
olvido. En un disco una mujer llamada Elizete, canta
“otra vez sem vosé”, pero ella duerme y el sueño
arrastra
 toda
desgracia. Me atrae el sueño
 que respira
y la envuelve, que evapora toda compasión; no
      puedo
 pensar en la
tibieza de su cuello tendido
 en el
horizonte del lecho, en este amor que crece
 contra toda
sabiduría, que sólo le importa acariciar su pelo,
      admitir
 que ella ha
sufrido, que tiene derecho a descansar.

No hay comentarios:
Publicar un comentario