Piedad Bonnett |
«Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que
queman la oscuridad »
Francisco Umbral - Mortal y
rosa
Al principio:
«Buscamos
un sitio vacío donde estacionar y lo encontramos a unos cincuenta metros del
viejo edificio de cinco pisos que se levanta, digno pero sin gracia, casi al
final de la 84 entre 2ª y 3ª, una de esas típicas calles neoyorkinas del Upper
East Side, tradicionales y casi siempre apacibles a pesar de los muchos
negocios que funcionan en los pisos bajos. Del baúl del carro bajamos dos
maletas grandes, livianas porque están vacías. Antes de llegar al portón, y
como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba,
como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir. Camila abre el
portón y aparecen el hall, amplio y sombrío —uno de esos espacios donde
cualquier mínimo ruido produce eco—, y las escaleras de granito, las mismas que
en el pasado agosto nos parecieron eternas cuando ella, Renata y yo subíamos y
bajábamos, entusiastas y acezando, cargadas con toda clase de enseres. Ahora,
en cambio, hay algo crispado en nuestro silencio, en la manera a la vez pausada
e impaciente con que remontamos los escalones, contra los que tintinea el metal
de las ruedas de las maletas.
Pamela
nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya
que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio
de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la
habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y
detrás la escalera de incendios que da a la calle. Examino todo, brevemente, de
un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros,
los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada
con cuidado en la silla. Durante algunos segundos no decimos nada, no hacemos
nada, a pesar de que un turbión de emociones nos agita por dentro. Entonces
Camila abre el clóset y vemos los zapatos alineados, los suéteres y las
camisetas puestos en orden. Es la habitación de alguien pulcro, riguroso,
aseado. Confusos, intercambiando frases cortas que quieren ser eficientes, nos
dividimos los espacios a fin de poder hacer la tarea que nos ha traído hasta
aquí. Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su
dolor a los demás.
Siento,
por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno;
pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió
aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo
mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez
fue oscurecida por un ejército de sombras?
Mirando
este cuarto austero, donde cada cosa cumplía su función, tenía un sentido,
recuerdo los versos de Wislawa Szymborska que durante años leí con mis alumnos
y que parecen haber sido escritos para este momento:
No
parecía que de esta habitación no hubiera salida,
al
menos por la puerta,
o
que no tuviera alguna perspectiva, al menos desde la ventana.
Las
gafas para ver a lo lejos estaban en el alféizar.
Zumbaba
una mosca, o sea que aún vivía.
Seguramente creéis que cuando menos la carta algo
aclaraba.
Y
si yo os dijera que no había ninguna carta.
Tantos
de nosotros, amigos, y todos cupimos
en
un sobre vacío apoyado en un vaso. »
Este es el comienzo de Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett. Es el comienzo de una
novela. De un texto literario dotado de su propia coherencia interna. Así lo
plantea la autora. Después de 131 páginas hay además un relato del duelo, del
suicidio, de la enfermedad mental y sus estigmas, y todo ello desde la propia
experiencia de la autora. Al terminar su lectura me pregunto ¿esto es
literatura? ¿para esto es la literatura?
«Cuando
la poeta Piedad Bonnett, autora del libro Lo que no tiene nombre, pensó en
escribir sobre la muerte de su hijo, se espantó de sí misma. Habían pasado dos
meses desde que él se había suicidado, y a ella, su madre, le parecía
escandaloso reducir en palabras la tragedia. Frente a la muerte, la engañosa
representación del lenguaje puede parecernos una ofensa del drama familiar.
Nadie aprende nunca a escribir la pérdida, pero en algún lugar de nosotros,
alojado como una presencia invisible y tortuosa, el deseo de registrarla puede
ser una forma de consuelo.» escribe Juan Francisco Ugarte en su artículo El
laberinto del dolor ¿Por qué escribimos y leemos libros de duelo?
La literatura es una forma de narrarnos la vida, de
entenderla y la vida es también la muerte. "La gran literatura
convierte la historia personal en una experiencia humana colectiva", dice
el poeta Luis García Montero.
En este principio Piedad Bonnett se acerca el
relato de los objetos, desde el presente, sin mencionar los hechos que se van
desvelando en la mirada sobre los detalles.
«Lo
más difícil literariamente fue encontrar el tono. Pero yo tuve clarísimo desde
el comienzo que iba a narrar hechos. No iba a adjetivarlos. Es tan
suficientemente dramático todo lo que pasa que sobra cualquier comentario al respecto, sólo pequeñas
reflexiones muy apoyadas, siempre, en la literatura. Yo estoy haciendo la obra
de una escritora, estoy haciendo una cosa responsable con mi oficio.»
Un texto literario como este, donde una madre, en
este caso además la escritora, narra el suicidio del hijo, la enfermedad mental
que antecede y para ello se narra a si misma, a su familia, tiene que
contenerse, establecerse en unos límites que le impidan caer en el
sentimentalismo, en la impudicia. Consciente la autora aclara los aspectos del
proceso:
«Trabajé
con ese temor y con esa conciencia. La tarea no era fácil: debía conciliar lo
descarnado de la historia con el pudor y el respeto por mi hijo, por mi familia
y por el mismo lector Y, sin hacerle esguinces a la verdad, encontrar un tono
emocional pero sin desbordamientos.»
El texto, las 131 páginas del texto, recogen citas,
fragmentos y reflexiones de Szymborska, Marías, Blanca Varela, Navokov,
Kertész, Carver, Salman Rushdie, entre otros.
«Sigo
pensando que hay realidades para las que no hay palabras, lo cual no quiere
decir que no sea legítimo intentar verbalizarlas. (…) quisiera usar lo que en
una entrevista reciente dijo el escritor israelí David Grossman, quien después
de perder a su hijo Uri en la guerra, hizo su duelo escribiendo Más allá del
tiempo: “Descubrí que la muerte es hermética, no la puedes penetrar ni
entender, pero creo que la escritura es la única forma en la que al menos la
podemos rasguñar”».
Ante ese imposible llegar a realidades con las
escasas palabras, recorre la escena y pone las palabras en las cosas que va
entendiendo, como un ascenso o un trayecto, aunque sin cima ni llegada.
«Siempre
hay y habrá una brecha entre las palabras y las cosas, como lo plantea
Foucault. Cada vez que el poeta escribe poesía, por ejemplo, batalla contra esa
insuficiencia de las palabras. A veces, claro, se logra iluminar con ellas, así
sea fugazmente, la realidad, que siempre es ambigua, misteriosa y compleja, y
que a menudo nos escamotea su sentido. »
El proceso de la escritura.
«Un
mes después de la muerte de Daniel, mi marido y yo nos fuimos a Italia,
tratando de distraer un poco la pena. Durante el viaje releí el libro que el
inglés A. Álvarez escribió sobre el suicidio y tomé abundantes notas en mis
libretas sobre mis recuerdos, mis pensamientos y reflexiones sobre la vida de
Daniel, sin saber muy bien para qué. Luego alguien me habló del libro que Joan
Didion escribió sobre la muerte de su marido y su propio duelo. Al leerlo,
sentí la necesidad de hacer algo semejante. Mientras escribía, leí muchos otros
libros: el de Michael Greenberg, sobre el momento en que su hija de quince años
enloquece; el de Peter Handke, sobre el suicidio de su madre; el de Mary Jo
Bang, sobre la muerte de su hijo por sobredosis; el de Jean Améry, un filósofo
austriaco, sobre el derecho al suicidio. Leí también mucho sobre la enfermedad
mental. Escribir Lo que no tiene nombre me llevó, contando las muchas
reescrituras, más o menos quince meses.»
«Muy
duro, tanto desde el punto de vista afectivo como literario. Pero muy reparador
y compensatorio.»
«Lo reescribí muchas veces. Pero más
que por cuestiones estilísticas, porque nuevos recuerdos aparecían, porque
nuevos hechos se iban dando: mientras escribía hablaba con su médico, con su
mejor amiga, con sus antiguas novias e hicimos una exposición con su obra.
Investigué más sobre su enfermedad. El texto se rehacía y amenazaba con hacerlo
eternamente. Entonces decidí que había que terminar el proceso.»
«Tal vez porque frente al dolor de la
muerte de un hijo, todas las mistificaciones literarias carecen de sentido, se
desvanecen »(pág. 34).
Aparecen de nuevo los límites, las paredes de la
caja de lata para contenerse. En cierta manera la práctica de la escritura, en
este caso, establecida como técnica del relato y la obra, ayuda en el proceso
del duelo de la autora.
“las
palabras (…) desatan nuestras emociones, pero, paradójicamente, también las
contienen: el dolor se apacigua al ser compartido con otros.” (página
33)
En la literatura hay ejemplos de obras sobre el
duelo y sobre la enfermedad. Algunas las menciona la autora. Mortal y Rosa de
Umbral, Cinco horas con Mario, de Delibes, Bodas de Sangre, de Lorca, En este
caso, desde ese mandato no escrito que tiene la literatura de buscar en la
tradición y desde ahí superarla, Piedad Bonnett expone:
«Escribir
este libro sí fue, ahora lo comprendo, otra forma de hacer el duelo. Pero, por
supuesto, es más que eso. Lo que hago no es ficción, pero es literatura: una
narración sobre una lucha y una derrota, que entraña una reflexión sobre la
muerte, el duelo y eso que a veces llamamos destino. Pero es también un texto
que quiere hacer abrir los ojos sobre muchas realidades que esta sociedad
soslaya o deforma: la enfermedad mental –esa gran desconocida–, el suicidio,
las prácticas médicas, la idea del éxito y el fracaso.»
En la estructura del libro se refleja este
planteamiento de la autora. Tras el relato del escenario de la muerte, desde el
recorrido de los objetos cotidianos, se pasa a los primeros rituales del duelo:
la recogida de sus efectos personales, porque la muerte le ha encontrado fuera
de la casa, fuera del lugar que era el suyo, Daniel está, lo veremos buscando
su lugar en el mundo desde la vocación y la enfermedad, el reparto de esos
enseres, la cremación, la ceremonia de despedida en la universidad, las
cenizas, la misa ya en Colombia, se pasa enseguida al relato de la enfermedad.
Y en el relato de la enfermedad “el precario
equilibrio” el relato se fija en la relación entre la madre y el hijo que
inicia sus pasos como adulto, sus estudios, sus primeros trabajos y el comienzo
de la enfermedad, las crisis, la relación con los médicos, ¿tal vez la
ineficacia de la ciencia médica? ¿sus límites? ”su enfermedad convierte la
vida en una interminable pesadilla” (página 47) “el diseño de la mente
de Daniel, pues, y por consiguiente su muerte, son el resultado del cambio de
una letra en su código genético.”
(página 64) Las moscas en la mano de los dioses de Shakaspeare.
¿Escribir este libro resuelve su dolor?
«No
lo resuelvo, porque el dolor estará siempre ahí. Lo mitigo mucho, lo sublimo,
creo que esa es la expresión. Lo sublimo. Lo convierto en arte, es una catarsis
también, para usar el término griego, es una liberación. En ese sentido ha sido
muy curador escribir este libro.»
«Revivir
ciertas escenas. ¡Fue dolorosísimo! Era volver a sentir, era volver a ponerme
en la situación. Es duro, pero yo sé que él ya no está y que ahora yo soy la
dueña de su historia y que eso le puede servir a otros.»
«No,
yo no podría escribir más en prosa, pero sí puedo escribir
mucho más en poesía. Porque Daniel está tomando lugares diferentes en mí, es
muy probable que aparezca en algunos poemas.»
Piedad Bonnett en la parte de la enfermedad decide
conocer al hijo enfermo “después de su muerte se ha apoderado de mi una
pulsión investigativa que me lleva a indagar en cuanta materia o ser humano
pueda responder a la pregunta: ¿quién fue Daniel?” (página 51)
Daniel era la enfermedad, era la vida y era la
muerte, el suicidio. La búsqueda de Daniel pasa por relatar sus últimos años,
su viaje a Nueva York, un simbólico marchar previo.
El título Lo que no tiene nombre
«No.
Lo que no tiene nombre es que un joven, mi hijo, en la plenitud de la vida, con
el futuro por delante, lleno de sueños y lleno de talento, de pronto tenga una
enfermedad mental y nadie pueda hacer nada, y él tenga que acudir al suicidio
porque no hay más salida. Eso no tiene nombre.»
«Séneca, un sabio suicida, en sus Consolaciones,
que quise releer después del libro de Piedad, dice dos cosas que creo ciertas:
que seguramente, pese a todo, es mejor que un hijo muerto haya existido, a que
no hubiera existido nunca. Pienso que Piedad agradece haberlo visto, haberlo
amado, haberlo conocido. Y Séneca dice también que la muerte es una liberación
de todos los dolores y un límite que nuestros males no pueden traspasar; no
porque al otro lado haya otra vida de placeres o de tormentos, sino porque es
la muerte la que nos vuelve a dar la paz en la que estábamos sumergidos antes
de nacer.» dice Héctor Abad Faciolince
El
final. El nacimiento de Carmen, la hija de Camila, la nieta de Piedad. El
cuento de Navokov donde el hombre abrumado por la pena había llevado una caja
de lata a la habitación tibia, donde estaba la vida, recuperada de la frialdad
de la habitación del hijo muerto, y en su interior la larva en la crisálida,
hibernada, con el calor renueva el proceso de la vida.
«Daniel ya no es. No, este libro es de
los lectores. Yo le estoy presentando a mi hijo a mucha gente que se va a dar
cuenta del chico extraordinario que era. Es un homenaje a la memoria de alguien
que ya no está. Porque él vive en la medida en que vive en la conciencia mía,
pero ahora va a vivir en la conciencia de muchos. Es como multiplicar la vida
de Daniel. Multiplicar su existencia.»
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