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miércoles, 3 de agosto de 2011

MILENIO CARVALHO DE MANUEL VAZQUEZ MONTALBÁN


Misiones de San Ignacio en Argentina en julio de 2005 por Pablo Müller

736
Habrá alguien como yo misma
investigando marzo,
Emily Dickinson

MILENIO
A Manuel Vázquez Montalbán

La última novela de Pepe Carvalho viaja en el disco duro
del portátil que Manuel Vázquez Montalbán lleva encima
cuando se le rompe el corazón, en el aeropuerto de Bangkok.

En el momento en que el dueño del portátil muere,
la última novela abandona ese provisional estado
— antes fueron muchas la última novela de Pepe Carvalho —
y se convierte en la definitiva última novela,
los personajes sufren un escalofrío al saberlo,
y el editor manda imprimir un faldón explicativo
que añadir a su edición.



En ese momento al leer el viaje alrededor del mundo del fin del mundo
de Pepe Carvalho y Biscuter,
se que al final el mundo se acaba,
— roto el corazón de Manuel Vázquez Montalbán
en su viaje de vuelta a casa —

“Yo hago el viaje para crecer, jefe, y usted para despedirse”
le dice Biscuter a Carvalho en mi presencia,
pero la despedida es arbitraria porque a veces
no te despides: te despiden.

El eco del último latido da la vuelta al mundo,
¿cuántos infartos coinciden en un instante?
y mientras Biscuter crece y se hace mayor,
Carvalho se hace viejo,
— es duro comprobar que se hace viejo —
deja que las mujeres le seduzcan, abandonado
en los servicios de un tren que recorre
el Asia central ex soviética,
hace de relaciones públicas en un crucero holandés
por un sueldo para banqueros golpistas,
y se abandona a la tristeza del que sabe cerca el fin,
o se abandona a la tristeza necesaria
para llegar al fin de siempre.

Biscuter se hace nuestro amigo,
intercede ante el capricho del tiempo para salvar a Pepe,
el “fetillo” adoptado por los restos
de la solidaridad carcelera
se hace héroe,
— y de esa forma asistimos al final de los héroes —
mientras rescata una y otra vez de la melancolía a Pepe.

En Roma hay una secta de gastrósofos que defienden
el consumo de la manteca de cerdo
il lardo di Colonnata,
— extinguiéndose ante cerdos industriales y competitivos —

En Pompeya nos cuesta descubrir la inutilidad de las ruinas,
con el sonido de una maleta rodante Louis Vuitton
y la tarea de quemar a destiempo
un ejemplar de Bouvard y Péchutet en la chimenea.
Alcanzar Alejandría,
una obra maestra pintada con toques de rocio,
desde la cubierta de un barco
que llega.

Tejados de El Cairo en mayo de 2008 por Pablo Müller

En la frontera entre Egipto e Israel
los aduaneros israelitas nos tratan como europeos,
rubias argentinas criadas en un kibbutz,
repasan la costura de la entrepierna.

Los viejos se envejecen y los jóvenes se hacen más fuertes,
Y el calor griego de los hoteles baratos,
nos recuerda que no deberías haber vuelto a Patmos.

Acaso se trata de un velatorio por la memoria,
siempre abofeteada por el deseo.

En Estambul las balas arrinconan la tristeza del perseguidor,
y las jóvenes violinistas rusas prefieren ser putas
a esposas virtuosas de funcionarios de estado.

— Está usted en Baku, capitán de Azerbaijan, una ciudad
llena de estatuas de poetas azeries —, en la resaca
del despertar en un barco que navega en un mar Caspio
sin arrecifes, caviar y vodka, para un triste
desembarco en el puerto de Krasnovodsk.

Smarkanda,
el puente de la Amistad ha sido derruido durante una guerra,
Kabul,
una corista francesa canta para las tropas francesas de liberación,
mezclado el te con leche y miel.

Viajar en un autocar lleno de mudos — o de muertos —
a Pakistan.
La India, — el Ganges —, aguas imantadas que borraran
la memoria
de una caótica Calcuta contaminada.

Bangkok,
Charoen el viejo policía pregunta por el concepto
seriedad referido a un país,
desde la silla de ruedas a la que le llevó una bala en la espalda:
siempre son islas los lugares que llegan a categoría de mito.

Un exetarra navega por el pacífico, recorre ese simbólico cuadrilátero que va de Sydney a Valparaíso, costea América hacia el norte, vuelve por la Polinesia, continúa a Filipinas, y desde ahí retorna al puerto de Sydney,
una y otra vez:
una y otra vez,
como el paseo obsesivo por el perímetro del patio
de la cárcel,
— será tal vez el viaje preludio de los círculos nerviosos
del animal enjaulado —

Hay que cabalgar para sentir el histórico viaje
de Pablo Neruda atravesando los Andes
huyendo a Argentina desde Chile.

Y si la novela se queda sin personajes,
Carvalho recorre con Osvaldo Bayer,
su Patagonia rebelde:
¡A la memoria de aquellos desgraciados
presos del penal de Ushuaia!
que hoy se han convertido en reclamo turístico.

Buenos Aires, misteriosa sombra de un quinteto de tango,
Iguazú, la fiesta del agua mansa del trópico rompiéndose
con la tierra, que se abre milenaria.

Sao Paulo y Frei Betto, el dominico, la ciudad
donde las favelas se esconden a la sombra
de los altos edificios, villasmiserias del sur del sur,
y los frailes hablan de la obligatoria necesidad de emanciparse
para huir de la esclavitud de la caridad.

La palabra premonitoria, el lúcido pensamiento del viajero
que huye para morir, y pasa
de largo por Porto Alegre
— el fin del milenio no guarda alegría —
para volar a Dakar,
navegar por el Níger hasta Tombuctú,
Tombuctú,
Tombuctú:
los moriscos nos hacemos extranjeros ante las mezquitas de abobe.

Tánger, el aliento seco y hambriento del sur,
y Carvalho, en la única e incomoda compañía de los lectores,
entra en España en una patera.

Carcassone,
la ciudad en el alto de los cátaros,
Biscuter deserta del mundo, y éste se hace más desolado para Pepe.

En la lucidez del dolor Pepe Carvalho
descubre que el asesino de esta historia es él,
y las reglas de su trabajo dicen que no debe juzgar al asesino:
debe entregar su descubrimiento al que pone el dinero,
paga al que lee con su entrega.

En la jornada doscientos de su viaje vuelve a Barcelona,
el retorno de su peregrinación laica en un mundo
más hipócritamente religioso
— Manuel rompe el corazón en la escala de su viaje de vuelta —
al encierro,
pero el mundo que ha visto no le gusta,
— nunca le ha gustado el mundo a Pepe —
sin embargo durante un tiempo pensó
que si lo contaba, éste avergonzado, tal vez cambiara.

Ya no, Pepe sabe,
— como tal vez supo Manuel Vázquez Montalbán al final —
que este mundo ha perdido desbocado la vergüenza
y a cada momento se hace más inhóspito, más jodido, más sucio:
“que le aproveche” dice Pepe al policía que le lleva a la cárcel,
la última frase de la última novela de Pepe Carvalho.

Ahí caigo en la cuenta que también en mis manos
es la última novela de Pepe Carvalho.

Las páginas suenan a Quintero, León y Quiroga,
hay un eco de aliento frío que se apaga,
las minucias de lo cotidiano,
la certeza de que sólo queda la relectura,
recuerdo,
rebañar los sutiles detalles de las novelas de Manuel y Pepe.

El movimiento se demuestra huyendo, pero
esto no es moverse es ser movido.


Barcelona en marzo de 2010 por Pablo Müller


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